Washington, 30 de julio de 2011
Casi ocho meses más tarde, regreso para aburrir a los más desocupados con las cosas que suceden en este camino, siempre a Macondo. Han cambiado los paisajes, el idioma, el clima y la compañía. Han crecido las incertidumbres y las certezas, mis músculos y mi corazón han descansado junto a los míos durante todo ese tiempo y ahora dibujo con letras otro tramo, distinto, pero del mismo sendero.
Ya hace casi cinco días que mis pies pasean tímidos por las calurosas y húmedas calles de Washington. Quién me iba a decir a mí hace unos años que con los que ahora tengo iba a tener el placer de dejarme impresionar por esta vida, por este modo de ella, por estos sonidos, por estos colores casi siempre patrios. Apenas han pasado unas horas desde que estoy aquí y, como una niña pequeña –o como lo que yo quiero creer que es la curiosidad de todo periodista- me quedo boquiabierta con cada afroamericana curvilínea, con cada latino camuflado, con cada tópico hollywoodiense que me está volviendo una conversa del cine americano.
No, papá, no voy a aprender inglés aquí. Sólo voy a cruzarme con gente maravillosa, sólo voy a paladear las costumbres de otro mundo, sólo voy a intercambiar impresiones de la vida con mexicanos, guatemaltecos, peruanos o españoles. Bueno, sí, tal vez con algún estadounidense. No, papá, no volveré siendo bilingüe, pero lo haré siendo un poco más feliz, habiendo vivido un poco más. Lo haré después de haber saboreado lo más mágico de este maldito oficio que escogí: aprender todos y cada uno de los días.
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