Washington, 15 de Octubre de 2012
Aquel día Jorge Hernando se despertó con el pijama y los zapatos puestos. Con los zapatos puestos, pero no unos cualquiera, esos que su madre hubiera llamado “de los domingos”, los de las reuniones importantes, los de las citas casi a ciegas. Las sábanas estaban llenas de polvo, con manchas grises y olor a tierra, y los tobillos le dolían como suponía también a los muertos tras un velatorio de diez días.
Aquel día Jorge Hernando se despertó con el pijama y los zapatos puestos. Con los zapatos puestos, pero no unos cualquiera, esos que su madre hubiera llamado “de los domingos”, los de las reuniones importantes, los de las citas casi a ciegas. Las sábanas estaban llenas de polvo, con manchas grises y olor a tierra, y los tobillos le dolían como suponía también a los muertos tras un velatorio de diez días.
Saltó de la cama hacia la cocina y mientras el café se
hacía, se metió bajo la ducha a contrarreloj, en ese juego de antemano perdido
que enfrenta a uno y al segundero, y termina con lenguas quemadas para empezar
el día.
Se secó el cuerpo aprisa con la misma toalla de siempre, se
le volvió a atragantar un desayuno inexistente y se ajustó ese nudo de corbata
que sabía hacer a oscuras tras tantas noches de escapadas furtivas. Bajó las
escaleras calculadas más veloces que la llamada al ascensor y ya en la calle,
al compás del portazo, recordó. Se había dejado las llaves y la cafetera
puesta. Los calcetines. Una mujer en el colchón.
Bosques de Pensilvania (EEUU), oct 2012 |
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