Washington, 6 de marzo de 2015
Vivir a miles de
kilómetros del centro de tu universo o del que siempre lo fue puede ser, no nos
engañemos, una decisión voluntaria plagada de legitimidad e ilusión, aunque también,
sigamos siendo sinceros, puede ser una huída hacia delante, un no hay más
remedio, una llegada a la superficie al conceder que, por mucho oxígeno que te
falte ahí abajo, no van a salirte branquias. Hay exilios adictivos, sobre todo
en esta profesión que algunos hemos escogido, gente que echa a volar y, entre migración
y migración norte-sur, un día descubre que se le ha olvidado otra forma de
respirar. Poner chinchetas en el mapa se transforma en una suerte de alimento
de tu dieta básica, un alimento, además, insustituible. No es casualidad; la
partida, ya sea voluntaria u obligada tiene siempre algo de rechazo sobre el
origen, puede ser una sensación visceral o simplemente un pequeño sarpullido,
pero el hecho es que prefieres irte. En la mochila siempre, siempre, hay una
dosis de miedo, más grande o más pequeña, pero miedo, y a su lado, en uno de esos bolsillos auxiliares,
una miniatura de un abismo al que te asomas en cuanto aparecen las dudas. Hay
quien lo llama vértigo. Tal vez esa sea la parte más atractiva, como al que le
gustan los deportes de riesgo, la adrenalina fluye por tu cuerpo sin poder
evitarlo y enfrentarte a la escalada o al vacío no puede ser más apasionante.
Luego, redundando, el
tiempo pasa. Paladeas los aprendizajes de saberte extranjero y sientes cómo la
espalda duele y crecen las alas, compruebas en tu propia piel que el nombre del
país escrito en tu pasaporte importa más de lo que tú pensabas y que tu acento,
hables el idioma que hables, es una carta, siempre, de presentación. Experimentas
en primera persona cómo hay lugares en los que ser de aquí o de allá resulta un
honor o una auténtica lacra, deseas que todos esos indeseables racistas con los
que compartes patria vivan alguna vez en sus propias carnes la indescriptible sensación
que provoca sentirse odiado sólo, e inevitablemente, por ser diferente. Pasa el
tiempo, y ya no, no eres al menos nunca más aquella persona que tomó su primer
vuelo transoceánico, tienes mil millones más de aristas, rincones, matices,
caras y con ellas, contradicciones. Tu esencia, la que esperaba contigo aquel día
en la sala de abordaje, sigue ahí a tu lado, escondida tras un nuevo bosque de
experiencias, heridas y cicatrices, sonrisas, victorias y desfallecimientos. Te
acostumbras a tu selva llena de riqueza, la de tantas lianas y tanto forraje, y con el paso, otra
vez del tiempo, te das cuenta de que no puedes más, de que estar aquí y ser de allá es demasiado, de que no puedes hacer otra cosa que ir soltando
lastre, regalar libros, aligerar el equipaje. Y es que la gran dificultad
radica en cómo y qué salvar del olvido, ser capaz de discernir con suma
precisión qué puede ser sacrificado y qué no, tener siempre en la cabeza la
palabra volver bajo un supremo equilibrio que evite que la nostalgia te pinte
en gris y que, a la vez, la memoria no te juegue la mala pasada de eliminar de
sus archivos cómo llegar a casa. Pocas cosas me aterrorizan más que olvidarme
del metro de Madrid.