Mi mujer del futuro


Washington, 10 de febrero de 2015

Me pidió fuego y yo no llevaba encima. Pero sí la he llevado a ella desde entonces, cuando nos cruzamos en silencio en aquella parada de autobús, hace ahora cerca de ocho años. A ella y a su símbolo, y a su enigma. Probablemente un martes, a mediodía.

Ella me sabía extranjera, mis facciones duras, el espesor de mi pelo, mi inseguridad incontrolable e incuestionable por equivocarme de dirección y acabar, como la noche anterior, perdida en las afueras. Mi primer hogar lejos de mi hogar en una lengua dura, con mil vocales, y que no entendía.

Su pelo claro, y sus ojos azules... Sus arrugas finas pero profundas que delineaban su rostro desde el final de los ojos hasta el comienzo de la sonrisa. Las millones de ellas que habría dibujado durante su vida para dejar en su cara el camino bien marcado. Una elegía.

Yo apenas había cumplido veinte, y al principio, ingenua de mí, le eché cerca de ochenta; su voz quebrada y las manos temblorosas me despistaron antes de atreverme a cruzar con su mirada viva. En el intercambio de silencios por incomprensiones preconcebidas me ayudaban la inocencia y las ganas del viaje, la ignorancia, que si te descuidas, se vuelve altiva: sentía estar visitando el futuro de una suerte de civilización desconocida encarnada en aquella mujer ajada y joven, arañada pero llena de vida.

Yo no lo me lo explicaba. En la España de los dosmiles las mujeres no fumaban a sus (aparentes) ochenta, ni vestían vaqueros ni zapatillas. Ni mucho menos, y sobre todo, hablaban inglés fluido en una ciudad de 300.000, gris, apartada y fría. 

La espera se me pasó volando mientras imaginaba su pasado fascinante. Me despedí con un gesto torcido, lenvantando la cabeza, intentando transmitir un pudoroso "lo siento" y cierta admiración por todas esas azañas que tan sólo suponía. Porque como en tantas otras, mi timidez había ganado la batalla y me quedé con mil millones de preguntas por hacer sobre secretos de alcoba, noches desenfrenadas y viajes de autoestopista.

Cuando subí a mi autobús, el que que debía, y procesé el momento compartido con aquella señora mayor de juventud indiscutible, decidí guardarla para siempre en mi memoria como esa mujer mediterránea del futuro que no era más que una danesa cualquiera, de aquel hoy, errante y libre.

Washington, Abril 2014

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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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