El silencio del vecino de enfrente


Washington, 16 de agosto de 2011


Aún no sé muy bien a qué está destinado el edificio de enfrente de mi casa, solo sé que día y noche entran y salen afroamericanos que deben padecer algún tipo de enfermedad, algunos física, otros psíquica… O puede que en la mayoría de los casos simplemente no tengan dónde estar ni con quién. Uno de ellos, que debe vivir en el quinto o el sexto piso, pasa las noches entre gritos y desazones. Tampoco sé si van dirigidas a alguien, o si solo vomita lo que tiene dentro, pero su timbre de voz ya me resulta inconfundible. Y es que, aunque estoy segura de que no se trata de nadie peligroso, como no lo son ninguno de los que ocupan el bloque,  sus reclamos desesperados suelen inquietarme, no sé muy bien por qué.



El silencio.

Es posible.


Los gritos de ese hombre se han convertido para mí en lo más parecido a un estruendoso silencio, apenas entiendo lo que pide, o si pide; no logro alcanzar a descifrar una frase completa, solo me llegan palabras sueltas… Problema, confianza, razón, permiso, palabras, las propias palabras…


Pensar.

Cuidado.


Calma.

En las últimas horas he pensado mucho sobre ello. Qué tiene el silencio que tanto importa, qué manera de gritar es esa. De abofetear, de volver el rostro con desprecio o desdén. Sí, hablo de ese silencio premeditado, esa condena de los secretos o ese castigo disfrazado de indiferencia.

Hay silencios y silencios, claro está. Existen aquellos que nacen del tiempo. Los que arrastramos por los cambios de vida, por los devenires del destino que nos llevan de un lado a otro y hacen que las voces de los que una vez vivieron en nuestro pasado se borren de la memoria. Están, también, los silencios condena… Aquellos que sellan un final entre dos personas porque ambas han querido que así sea, con cierta dosis de dolor, pero, desde luego, una importantísima de connivencia. Otro tipo de silencios podrían ser los llamados silencios tirita, que guardan cierta relación con los anteriores, pues ambos buscan recortar daños, dulcificar situaciones por omisión, reducir el margen de error y sangre. O los silencios por orgullo, sobre los cuales no tengo mucho más que decir.

Hay miles, millones de variedades dentro de ellos, y en sus propias variedades existen subdivisiones que se elevan a la enésima potencia en función de las variables, useasé, la cantidad de combinaciones de relaciones que pueden tener lugar entre todos los seres humanos de este planeta. Así que van a tener que perdonarme, pero se alargaría el post.

El punto es que ya no sé qué tan importantes son las palabras pese a ganarme el pan con ellas. El negro de enfrente, el afro que vive cruzando la acera… Ese las grita, las nombra muy alto todos y cada uno de sus días, las da forma, las canta. Hasta las interpreta. Y, todo, ¿para qué? Para que la vecina se convierta en su única oyente.  La oyente de los estruendosos silencios.

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Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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