De ciudades


Washington, 18 de octubre de 2011

Solté la puerta del taxi con mis tres bolsos a cuestas, las gafas escurridas por mi interminable nariz, el pelo ligeramente alborotado y los cascos bien clavados en las orejas.  La música me decía que sin saber por qué, estoy contenta, y yo, mientras caminaba con mis nuevas botas negras con hebilla, le daba la razón. En el rato en el que tardan en consumirse los segundos que marcan los semáforos me da tiempo a escribir una tesis sobre el amor y si me descuido, y me embeleso, mientras hago que canto en silencio, me adelantan los viandantes, africanos o caucásicos, que tengo alrededor.

Las ciudades son. Respiran. Te convierten. Hay un cada uno de nosotros en cada una de ellas. Claro que las ciudades también son las personas con las que las compartimos.


Camino a casa, Washington DC

Esta no es gris, o no del todo. Si tuviera que pintar un cuadro abstracto a base de sus colores tendría mucho de verde, de naranja, de blanco y de azul. Con ciertos trazos grisáceos, pero no tenebrosos ni preocupantes. Pintaría un lienzo que provocase calma y control. También brevedad. Una oda a lo efímero. Un cuadro que diese la sensación de ser una burbuja, frágil y robusta a la vez. Con dosis de curiosidad disfrazadas de inquietud.  Que la mostrase como es, amable.

Relacionamos los lugares con las cosas que hemos vivido en ellos, pero no nos damos cuenta de que en ellos vivimos lo que nosotros queremos construir. Es cierto que algunas características ineludibles y absorbentes definen la estancia. Que sortear ardillas no es lo mismo que sortear charcos. Que pasear bajo árboles, no se parece mucho a respirar humo y CO2.  Pero puedes llegar a amar el bullicio, aunque te exasperen las sirenas de las ambulancias. Eso seguro.

Hace un tiempo, un amigo me decía que una ciudad te echa cuando estás deseando irte a otra porque allí están las personas que amas.  Las ganas irrefrenables de huir en busca del calor porque no encuentras el suficiente allá donde estás como para mantenerte vivo.

Pero ya me sé el truco.  Es fácil.

Solo hay que dar precisamente con eso. Con una ciudad “ama-ble”, con gente “ama-ble” –un ejemplar puede ser suficiente, si son más, mejor-. Una especie de ecosistema urbano dúctil en términos de amor. En potencia. En gerundio. Llámenme afortunada.

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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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