El corazón helado


Washington, 3 de julio de 2012

Pero no poníamos la tele, no encendíamos el microondas, no hacíamos palomitas, nos íbamos a la cama igual, a follar, y follábamos, porque la Tierra daba vueltas alrededor de sí misma y de las caderas de Raquel, porque el todo era tan grande, tan poderoso, que ni siquiera se tomaba la molestia de compararse con la suma de sus partes, porque un tiempo blando, gelatinoso, suspendía las leyes físicas en la cama donde nos amábamos y porque yo amaba a esa mujer, la amaba tanto que después, cuando la tenía tranquila y callada, a mi lado, comprendía con una exactitud cegadora, casi dolorosa, la medida de mi suerte.


La alegría no tiene precio. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es alegría. Yo lo sabía, porque había conocido demasiado bien el color gris en los tiempos de mi pobreza, todos esos años que viví creyendo que mi vida era vida, y que era mía. Por eso, cuando Raquel se incorporaba, y me miraba, y yo distinguía en sus ojos una luz igual pero distinta, como un atisbo temeroso de la melancolía, me daba cuenta de que aquel énfasis terminal y repentino inauguraba la cuenta atrás, pero estaba muy seguro de lo que tenía que hacer, y de que iba a hacerlo.


Almudena Grandes


Bogotá, feb 2010

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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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