Madrid, 14 de octubre de 2009
Manos silenciosas |
Son latigazos, impulsos, relámpagos de lucidez que adquieren un nombre o un significado. Somos palabras, decía aquél, y estamos sumidos en nuestro universo de imaginaciones abstractas, caminamos sobre definiciones adquiridas u otorgadas, nos movemos sobre nuestras propias arenas movedizas de objetos y sentimientos nominados. Sin embargo, pese a ello y a sus gracias, las respuestas están, precisamente, donde las palabras no saben llegar. Donde sólo llegan las manos y el alma.
Qué maravillosa es la sensación de no saber qué decir cuando alguien, bañado en ti, contigo, se aproxima a donde estás y no necesita siquiera susurrar para mostrar lo que quiere que sepas. Ése código jamás escrito que muchas veces causa incertidumbre por no poder encontrarse en ningún papel. En ninguna estantería. En ningún buscador. Esconderse tras hojas secas y brotes nuevos para adivinar lo ignorado, para ganarse el favor de la complicidad de dos ojos y dos manos que observan sin rozar un poro de la piel y que no quieren revelar nada evidente porque quieren saberse desnudas ante el otro. Una evidencia que siempre estuvo ahí, que para la mayoría es normalidad en estado puro, con sus idas y venidas, con sus pantalones grises y sus harapos no mugrientos. Una evidencia que sólo para otro, para uno, es desnudez -y perdonen si me tropiezo con los sinónimos-.
Ese trabajo de orfebrería que se hace entre dos con la magia del ayer, con la constancia del hoy, con la certeza del mañana... eterno.
No hay nada más grande ni más pequeño que la ausencia de palabras, por más que yo, adoradora de ellas, quiera negar la redundancia. Palabras que son herramienta, pincel grácil, sable de puntualidad suiza. Palabras que galopan por las mentes de otros cuando son puestas en libertad y que al final, o desde el mismo principio, solo pretenden ser cazadoras de un silencio. El de dos cómplices.
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