Madrid, 7 de noviembre de 2009
Eran las dos de la madrugada y supo que algo tenía que cambiar. Versos antiguos sacados de entre la prosa de una novela le contaban que no siempre el destino es el encargado de mover las negras: en ocasiones hay que ir en su busca. Ese extraño vaivén interior que ignoraba desde hacía tiempo se convirtió en un seísmo que derribó todos sus libros, era imposible continuar haciendo la vista gorda.
Bajó las persianas y, como cada noche, dejó que la luz naranja de las farolas entrara por las rendijas. Le gustaba que la sonrisa de la fotografía de aquella pequeña que tenía colgada en la pared de enfrente tuviera un halo luminoso, como si fueran esos labios quienes la protegían en sueños.
Los recuerdos nítidos del ayer no le causaban dolor, perdían densidad con el paso del tiempo, en su alma tenía un cuarto con muebles antiguos y cojines de plumas donde habitaban sus vivencias hermosas, a las que gustaba, a veces, asomarse a una balconada que miraba al mar.
Tenía una extraña capacidad para cuidar lo bello, sentía que su memoria tenía gotas de formol que los tropiezos de la vida repelían tras la lección aprendida. Tenía también la habilidad para echar de menos lo que nunca había tenido, para lamentarse por la pena que podría llegar.
Aquella noche decidió que algo tenía que cambiar, el dolor gratuito de los supuestos oscuros estaba creando una sombra demasiado densa, el olor a mandarina que desprendía su piel estaba neutralizándose y no es que fuera desagradable, es que se sentía desaparecer. Ph Neutro.
Con los ojos cerrados, acariciando su propio pelo, escuchando su respiración, se dio cuenta de que los deseos tienen tanto de peligroso como el vacío. Aprendió a solas con su sonrisa que la intensidad de la vida, la implosión de los seres y las miradas ávidas son tan necesarias como el oxígeno y el silencio.
Se dejó correr y se escuchó a si misma cerrando puertas con rabia. Abriendo otras con timidez de plomo, de aplomo. Supo entonces, o asumió, que su sabor mejoraba con los favores de la felicidad. Que no había de preocuparse por su mirada, porque continuaba limpia. Que simplemente debía inspirar profundo y querer. Querer mucho.
Ya no dudaría jamás de que sus deseos se harían realidad. Para qué temblar. Tacones…
Eran las dos de la madrugada y supo que algo tenía que cambiar. Versos antiguos sacados de entre la prosa de una novela le contaban que no siempre el destino es el encargado de mover las negras: en ocasiones hay que ir en su busca. Ese extraño vaivén interior que ignoraba desde hacía tiempo se convirtió en un seísmo que derribó todos sus libros, era imposible continuar haciendo la vista gorda.
Bajó las persianas y, como cada noche, dejó que la luz naranja de las farolas entrara por las rendijas. Le gustaba que la sonrisa de la fotografía de aquella pequeña que tenía colgada en la pared de enfrente tuviera un halo luminoso, como si fueran esos labios quienes la protegían en sueños.
Los recuerdos nítidos del ayer no le causaban dolor, perdían densidad con el paso del tiempo, en su alma tenía un cuarto con muebles antiguos y cojines de plumas donde habitaban sus vivencias hermosas, a las que gustaba, a veces, asomarse a una balconada que miraba al mar.
Tenía una extraña capacidad para cuidar lo bello, sentía que su memoria tenía gotas de formol que los tropiezos de la vida repelían tras la lección aprendida. Tenía también la habilidad para echar de menos lo que nunca había tenido, para lamentarse por la pena que podría llegar.
Aquella noche decidió que algo tenía que cambiar, el dolor gratuito de los supuestos oscuros estaba creando una sombra demasiado densa, el olor a mandarina que desprendía su piel estaba neutralizándose y no es que fuera desagradable, es que se sentía desaparecer. Ph Neutro.
Con los ojos cerrados, acariciando su propio pelo, escuchando su respiración, se dio cuenta de que los deseos tienen tanto de peligroso como el vacío. Aprendió a solas con su sonrisa que la intensidad de la vida, la implosión de los seres y las miradas ávidas son tan necesarias como el oxígeno y el silencio.
Se dejó correr y se escuchó a si misma cerrando puertas con rabia. Abriendo otras con timidez de plomo, de aplomo. Supo entonces, o asumió, que su sabor mejoraba con los favores de la felicidad. Que no había de preocuparse por su mirada, porque continuaba limpia. Que simplemente debía inspirar profundo y querer. Querer mucho.
Ya no dudaría jamás de que sus deseos se harían realidad. Para qué temblar. Tacones…
~ 2 Caminantes: ~
at: 7 de noviembre de 2009, 16:12 dijo...
Me entusiasma tu sensibilidad, quizá porque la comparto. Y me encanta intuir que es tu vida la que se esconde detrás de cada historia y hasta me gusta no entenderte.
Esta mañana he visto un anuncio de "Diario de un poeta recién casado" llevada al teatro y pensé en la simbología que Juan Ramón Jiménez articula a través del mar, la tierra, el cielo... y las estrellas.
"Mírate lo tuyo." Haz una lista con los símbolos que más utilizas. Me quedo con las "puertas" y con los "tacones". Personalmente siempre fui más de "ventanas" y de "zapatos", aunque mis preferencias no importan.
Revisa la gramática, un poco errática; dificulta la lectura.
La foto de perfil es un poco chunga... (sin ánimo de ofender)
Salud.
at: 8 de noviembre de 2009, 15:00 dijo...
Agradezco tus opiniones, tus consejos y, sobre todo, tus lecturas.
Cambio la foto, espero que sea de su gusto.
Estoy haciéndomelo mirar, aunque en estos momentos, para qué mentir, me gustan las consecuencias de "lo mío".
Un beso :)
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