La única manera


Madrid, 2 de diciembre de 2009


Era una tarde cualquiera de un mes sin nombre y el cielo no se atrevía a morir. Las palabras se habían cruzado mucho antes que las miradas, y sólo eran una muestra ínfima de todo lo que estaba por no ocurrir.

La plaza de Callao no tenía nada que ver con ellos, o tal vez sí, como nudo discordante de Gran Vía. Recorrían las aceras como si nada ni nadie les pudiera observar, como si todos aquellos caminantes sólo fueran figurantes de una película barata en la que su presencia era mucho menos que una anécdota: la típica y tópica sensación de creerse los únicos habitantes del mundo, junto al otro, entre cláxones y humo.

Pese a todo, las frases eran mucho más frías de lo habitual, habían determinado varios códigos de conducta y de expresión para no perder en ningún momento la consciencia. Los dos eran terrenales, soñadores con los pies en el suelo, entusiastas de la certeza, de lo tangible, contadores de historias del ahora.

Las voces sonaban lejanas y las palabras eran pasadas por un tamiz decimonónico para poder convertirse en realidades soportables, del siglo XXI, que les permitieran seguir viviendo ajenos a su deseo enterrado. Una vuelta de tuerca, pero se sabían imposibles, un guiño de más, pero se sabían únicos. La seguridad de haber encontrado a alguien capaz de destriparte con un parpadeo.

Paladeaban los instantes efímeros, imprimían en la memoria de su piel el olor del café que compartían y apenas se permitían el lujo de rozarse para no romper ningún cristal. No tenían ninguna duda de que al encontrarse se habían intercambiado.

Aquella tarde el sol brillaba en Madrid y los dos, con zapatos de cuero, sacaron brillo a sus sonrisas en una cafetería dorada, abarrotada, donde sus susurros eran libres para encerrarse a cal y canto entre la multitud. No recuerdo si hablaron de paz o del tiempo, no pude leer sus labios con claridad mientras el pelo de ella brillaba al paso y al ritmo de los rayos que entraban por el ventanal. Sólo sé que se miraban, que no se comían. Sólo sé que se entendían con un pequeño chistar.

Pasaban los minutos y yo, sentada al otro lado, o mirando desde el cielo, ya no sé, les envidiaba.

Él pidió otro solo con dos de azúcar, ella, feliz, optó por endulzarse más y se plantó delante de una enorme taza de chocolate con nata. Conversaban. Llevaban a cabo un juego rítmico, una especie de pacto de voluntades que, de manera natural, tejía su historia. A veces parecían bailar de la mano sin despegarse de los asientos. Otras, simplemente se admiraban.

Por un momento me pareció comprender que aquello era, no sé si la máxima, pero sí expresión de un cruce de vidas que emergen como una sola. Habían llegado hasta allí dados de la mano pero sin rozarse, paseando sin piedras dentro del calzado, respirando sin miedo a que se escapara un estruendoso suspiro.

Por un instante se quedaron en silencio y se perdieron en sus pupilas, viajaron por los mares de tierra y de bosques de sus ojos y las sombras les jugaron una mala pasada dejando entrever el temblor de su cuerpo. Él le retiro el pelo de la cara y, entonces, se congeló el tiempo.


~ 2 Caminantes: ~

Alnitak says:
at: 2 de diciembre de 2009, 20:12 dijo...

"La seguridad de haber encontrado a alguien capaz de destriparte con un parpadeo" esa es la seguridad que todos buscamos de una u otra forma, precioso texto niña.

Mar Martínez says:
at: 3 de diciembre de 2009, 17:00 dijo...

Me encantan las expresiones manidas (verbigracia, 'aquella tarde el sol brillaba [...]')que imprimen al texto las dosis de ficción necesarias.

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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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