Bogotá, 11 de enero de 2010
Hartos de ver pisos y más pisos, el domingo amaneció como estaba planeado: soleado y con ganas de ver la ciudad desde lo más alto.
En uno de los cerros, ya famosos en este blog de una mesetana de manual, se encuentra el santuario de Monserrate, uno de los lugares imprescindibles de Bogotá. El funicular o el teleférico permiten a peregrinos y turistas subir a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar y permiten, también, que todo aquel que suba corrobore que la capital colombiana es mastodóntica, infinita, sobrenatural, inmensa. Simplemente inabarcable en el horizonte... Pero de eso, con perdón, ya hablaremos...
Hartos de ver pisos y más pisos, el domingo amaneció como estaba planeado: soleado y con ganas de ver la ciudad desde lo más alto.
En uno de los cerros, ya famosos en este blog de una mesetana de manual, se encuentra el santuario de Monserrate, uno de los lugares imprescindibles de Bogotá. El funicular o el teleférico permiten a peregrinos y turistas subir a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar y permiten, también, que todo aquel que suba corrobore que la capital colombiana es mastodóntica, infinita, sobrenatural, inmensa. Simplemente inabarcable en el horizonte... Pero de eso, con perdón, ya hablaremos...
Desde lo más alto |
Y es que hartos de ver pisos y más pisos, para la mañana del domingo la experiencia ya nos había contado que por apenas unos 3 euros podríamos desplazarnos a prácticamente cualquier lugar montados en un pequeño e incómodo taxi bogotano. Un Mini Chevrolet, por estadística. Siempre amarillo, para ser exactos.
Así que la mañana del domingo, hartos de ver pisos y más pisos, decidimos subir a la Carrera Séptima para coger uno de ellos y que nos acercara a los pies del cerro. Sin embargo, nada más llegar a la Séptima, ya notamos algo diferente. Miramos a un lado y a otro y nos dimos cuenta de que los coches, los carros, circulaban en sentido contrario...Algo andaba mal. Efectivamente. Unos segundos más tarde caímos en que dos de los carriles de la carretera estaban copados por ciclistas, viandantes y niños con monopatín (y casco), que campaban a sus anchas por aquella calle perennemente contaminada por los gases de las busetas -aparatos indescriptibles destinados al transporte público que algún día intentaré describir-.
El caso es que varias instantáneas después, nos decidimos por uno de aquellos vehiculillos amarillos que, aunque estaba por necesidad dirigiéndose hacia el lado contrario al que nosotros pretendíamos ir, nos atrajo por su disposición próxima a nuestros cuerpos y estática por culpa de un semáforo. Vagancia se llama -o aburguesamiento-.
Entramos en el coche, en el carro, y comunicamos a nuestro 'chófer por unos minutos' cuál era nuestro destino. Hasta ahí todo normal, pero como las calles extrañamente 'embicicletadas' ya habían augurado, algo andaba mal.
Ambos, en silencio, empezamos a escuchar con extrañeza cómo la emisora de aquel coche, de aquel carro, escupía mediante una voz desaforada una historia inconexa sobre la Revolución Francesa, el Imperio de los Borbones y las luchas criollas. Atónitos, asistimos, mientras serpenteábamos en busca del oriente montañoso, a una auténtica lección panfletera sobre los últimos siglos en Europa que, evidentemente, según el locutor, debían ser revisados y analizados por todo colombiano de pro.
Pero el taxista, que ya me daba mala espina por no haberme querido responder a por qué la gente usaba dos carriles como si se tratara de la Fiesta de la Bici -¿qué taxista del mundo no quiere palique?- pronto adquirió el protagonismo, y miren que era complicado. Dejamos de atender a las clases de historia cuando cogimos la primera curva y acabé en el otro lado del asiento tras el primer volantazo: Raquel, agárrate, me decían los ojos de Àlex...Vale, vale, le respondieron los míos.
En tensión y bajo un silencio sepulcral, empezamos a ascender por una carretera montañosa, repleta de curvas, a una velocidad que no era la más adecuada pero tampoco la primera de nuestras preocupaciones. Los minutos se nos hicieron años mientras aquel pequeño automóvil hacía de las curvas rectas e invadía el carril contrario sin saber, por supuesto, si alguien venía de frente.
"Cuando dos de los países más importantes de la Europa del siglo XVI se hicieron con estas tierras...", decía la radio al tiempo que la piel de nuestras manos comenzaba a formar parte de los agarraderos de las puertas. Uno, dos, tres, cuatro...diez o doce giros invadiendo el otro sentido y otros tantos 'orillamientos' hacia el barranco nos hicieron pensar seriamente que el vuelo de Iberia en el que habíamos venido iba a ser una broma comparado con lo que nos esperaba.
Afortunadamente, no fue así. Afortunadamente estoy escribiendo sana y salva estas líneas...Pero les aseguro, mis queridos Buendía, que sin hacer uso de la exageración, por primera vez en Colombia, temimos por nuestras vidas.
~ 1 Caminantes: ~
at: 12 de enero de 2010, 20:09 dijo...
Quiero que sepas que ayer el señor Nieto y yo estuvimos viendo tus fotos. Y maravillándonos y emocionándonos y riéndonos con ellas. Sé que el viaje previo fue complicado (por lo que ahora relatas aquí), pero el resultado posterior fue tan bueno que, amiga mía, ojalá todos los malos viajes de la vida fueran así...
Muchos besos, radar. Se te extraña!!!
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