Bogotá, 1 de septiembre de 2010
Cuando nos encontramos, después de horas sin vernos, me mira con ojos incrédulos y tímidos, encoge los hombros, me lanza un reojo y estira los brazos. De repente me encuentro un cuello esbelto y una mirada de ganas, y hasta un guiño. Me callo. Sonrío y le lanzo quereres en forma de palabras con voz exageradamente tierna, sobreactuada, pero a la vez sincera. Le regalo una caricia, tal vez dos. Incluso a veces le estrujo en un abrazo, sin tiempo a deshacerme del bolso y los zapatos.
Mientras tanto me pasea, me persigue, me acaricia a su modo entre irónico, altivo y juguetón. Busca mis piernas, mi calor, y entonces sé que debo ignorarle, al menos un poco. Hacerme la dura, la ocupada y preocupada. Dejar que se acostumbre –y me acostumbre- a estar el junto al otro sin prestarnos la más mínima atención. Él medita, piensa en el vacío; yo leo, escribo o hago de mis momentos un borrador. Pero pasan los minutos y aprendemos a disfrutar de nuestro silencio y su presencia. También de la nuestra, para el otro, y de dejar tiempo a las horas.
Esbelto |
Nos quedamos dormidos en nuestras lecturas, cada uno en su lugar, sabiéndonos cerca, y al caer la noche, a veces, solo a veces, decide acompañarme en mis desvelos. Asalta mi tranquilidad cuando lo espero o cuando menos lo imagino, se tumba sobre mi pecho, respiramos acompasados, rozo su cuerpo y es entonces cuando un leve ronroneo se le escapa…
Pensativo |
Y de pronto, se va.
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