Fantasía y muerte


Bogotá, 26 de octubre de 2010

Todos los días pensaba que debería subir las escaleras a pie, pero nunca lo hacía. Al tomar el ascensor, pequeños flashes volvían a su mente como si al subirse en él pudiera asistir a su memoria, a lo que había ocurrido antes en aquella caja de metal suspendida en el aire. Nunca supo por qué. Al igual que desconocía la razón por la cual siempre que cruzaba el torno en la entrada del trabajo o pasaba delante de aquel bar sentía que no estaba en el hoy, más bien en un ayer intangible.

Esa noche, como todas, tiró las botas en un rincón, se desenroscó el pañuelo que siempre llevaba al cuello y encendió el televisor silenciado, para que la luz de la pantalla la acompañara mientras escuchaba música. Le dio por Bach. Las bombillas le molestaban, tenía una auténtica obsesión por las luces tenues y cálidas, como no soportaba el sol directo en sus ojos ni los días nublados.

Encendió dos velas o tres, las farolas de la calle iluminaban suficientemente el cuarto y convertían la habitación en un espacio agradable y casi místico. Se dio cuenta entonces de que no leería nada, de que las vidas congeladas del televisor no le servían, de que el violín que hacía sonar la Suite en Re mayor habría de callarse: quería estar con ella, con otra persona.

Corrió las cortinas de todas las ventanas de la casa, subió las persianas, dejó que la luna también tuviera algo que ver y empezó a desabrochar, uno a uno, los botones de su camisa mientras miraba al vacío a través del cristal… Aún olía a mandarina.

La prenda descendió suavemente por sus hombros, como si en vez de algodón fuera seda, e hizo un casi imperceptible ruido al posarse sobre el parqué. Su silueta plateada cada vez era más pura frente a la infinitud de edificios que había ante sus ojos. Nadie la veía pero tenía un escondido deseo de que todos pudieran hacerlo. Un sexto, a veces, es suficiente para tocar el cielo.

Se quitó el cinturón, siempre negro, y también lo hizo sonar. Sus dedos le acariciaban como si se tratara de los de otra persona, como si un desconocido hubiera entrado de puntillas y estuviera desnudándola poco a poco y sin presentarse. La dureza de los pantalones vaqueros no le impidió deshacerse de ellos con rapidez, con soltura, sin perder un ápice de ese erotismo que le había sorprendido de súbito, para sí.

Ya sin una sola prenda de ropa se soltó el pelo y disfrutó del tacto sobre su espalda tersa, y sintió todos los músculos de su cuerpo y se estremeció al notar el aire en sus nalgas y en sus senos, no acostumbrados a dejarse respirar. Caminó a oscuras, descalza, de un lado a otro, gustándose, jugando a esconderse de ese hombre invisible que le besaba el cuello al doblar las esquinas, que le retaba a pegar sus duros pezones contra el ventanal y evitar los escalofríos, que le hacía erizar la piel cuando respiraba en su nuca.

Decidió tumbarse en el sofá y aprenderse su textura mientras deslizaba la mano entre sus piernas y el olor a cítrico empezaba a confundirse con el de su sexo y su humedad. Cuando se quiso dar cuenta, el silencio se había roto con su respiración acelerada que poco a poco se metamorfoseaba en jadeos desvergonzados al tiempo que clavaba su cabeza en los cojines y su espalda se alzaba como un puente al ritmo de cada orgasmo. Mordía la yema de sus dedos y tomaba oxígeno a duras penas empapándose poro a poro desde sus pechos hasta su ser. Aquel hombre anónimo había aprendido cada uno de sus rincones y sabía exactamente donde estaban cada una de sus teclas para convertir sus jadeos en gritos y su piel en un mapa de sensaciones.

De repente le molestó no escuchar el ruido de la calle, sintió rabia de que nadie en el mundo supiera lo que estaba sintiendo, de no poder compartir a voces su placer y apartó a su desconocido de encima. Se dirigió a la ventana, echó la vista atrás para mirarlo desafiante y pegó sus senos al gélido cristal escapándosele un suspiro de dolor y empañando el vidrio con su aliento. En apenas dos segundos su cuerpo había convertido el frío en calor y se separó bruscamente, con rencor y excitación a partes iguales.

Abrió la ventana y chilló, gritó como si nada más le importase, como si no hubiera nada más tras de sí, como si de ello dependiera su vida… Quería contarle al universo cuentos traviesos de seducción y lujuria, de amor, de locura… Pero fue inútil, nadie la escuchaba. Desistió.

Durante unos minutos se quedó en su silencio y en el del exterior mientras el frío entraba en la casa. Miró al sofá, donde no había hombre, al bajar la vista observó cómo por sus piernas se deslizaba una gota blanca y densa, la única cómplice, y otra entonces brotó, transparente, para viajar por su mejilla.

Nadie. A la mañana siguiente nadie se percató de su cadáver desnudo, sobre un charco de sangre, a los pies de un sexto piso.

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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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