Bogotá, 28 de noviembre de 2010
Eran más de las tres de la mañana, las puertas estaban cerradas y las ventanas también. Había corrido todas las cortinas para que el tempranero amanecer no me despertara. Después de varias horas –ya con ése, varios días- acompañada solamente por el maullido negro y mi respiración, apagué todas las luces y me acosté en el lado derecho de la cama. El zumbido del viejo ordenador ya había dejado de sonar y me agarré al silencio para caer en mis pacíficos sueños.
Imposible poder adentrarse en otras mentes, pero supongo que las demás, como la mía, en ocasiones dedican unos minutos a sus pensamientos y preocupaciones hasta que se rinden a Morfeo. En esas estaba cuando de repente todo se calló, como si ése silencio pudiera hacerse aún más negro, más capaz, más puro. Entonces me di cuenta de que lo que yo creía callado sólo era un ruido de fondo cuya procedencia jamás podría adivinar… Pero qué calma. Qué paz.
Es curioso observar cómo nos acostumbramos a cualquier cosa por muy molesta que sea. Cómo hacemos nuestra una luz incómoda que añoramos cuando renuevan las bombillas de la oficina, o cómo nuestra piel se adapta a ese jersey de lana molesta que un día nos llega a parecer terciopelo.
Reconozco que tiene su parte positiva, seguramente sea algún extraño mecanismo que la naturaleza nos dio para hacer frente a las condiciones adversas. Pero nos anula. Ojalá de vez en cuando a todos se nos apague la resistencia de la nevera para escuchar de verdad el sonido de la lluvia. Ojalá un día el aire acondicionado se encienda de súbito en diciembre. Ojalá tengamos las ganas y el valor de ver y escuchar más allá de la rutina con el único y maravilloso objetivo de volver a sentir -el silencio-.
~ 1 Caminantes: ~
at: 7 de diciembre de 2010, 9:21 dijo...
No había leído este texto, y aunque a menudo paso sin hacer ruido, esto merecía una nota en tu buzón.
Se me remueve el mundo con tu texto y sólo puedo decir: Ojalá.
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