Washington, 17 de abril de 2014
He comprado rosas amarillas para una sepultura y es jueves
santo. No son para José Arcadio ni para Úrsula, que como tú y por ti son
eternos; son para tu cuerpo. He comprado rosas amarillas sin pararme a
pensarlo, como si fuera natural que algún rayo de luz solitario recordara en mi
casa que hoy se firmó el desahucio de tu alma, que ya no estará más bajo el
cobijo de tu sangre. Que hoy se mudó con tus palabras para vivir en el recuerdo
de los que te leímos alguna vez.
He comprado rosas amarillas para pensarte, como ese alumno
tímido de la escuela que décadas después llora ante la tumba de aquel maestro
protagonista de clases hipnóticas en blanco y negro. Para agradecerte por tanto
sin que supieras cuánto.
Nunca llegué a tener delante ese cuerpo tuyo que hoy se apaga, a comprobar si la
fama y el éxito habían o no dejado maltrechos tus instintos más geniales, pero
sí conozco a ese ser que trufa toda tu prosa y tus personajes, al que acabó
siendo parte del narrador de mi vida, del pintor de mis paisajes. El compañero
de mis viajes. El cómplice en una Colombia a la que sin ser mía me siento pertenecer. Y ante él me rindo.
Encontrar en tus líneas la descripción de la locura y de la
ausencia, de la pasión y el tesón, pasear por tu defensa a ultranza de la vida
y de este oficio nuestro tan maravilloso como cabrón. Y su nostalgia. Nadie
nunca explicó tan bien la fuerza del amor prescindiendo de sus cuatro letras.
He comprado rosas
amarillas porque nadie como tú trazó, aun sin pretenderlo, los rasgos de ese
destino real y mágico de la ilusión y el valor más allá de los tiempos. Por tus náufragos y tus coroneles, por
tus generales y tus patriarcas, por los romances prohibidos. Por tus amores
endiablados. Por las peleas de gallos. Por las crónicas anunciadas. Hoy he
comprado rosas amarillas para llorarte en este mi camino a Macondo, el que te
debo. Para llorarte con la misma intensidad pausada que allí una vez vio llover Isabel.
Altar |
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