Washington, 27 de julio de 2014
El despertar de la mañana y del cuerpo con toque automático y autómata, cambiar el café por mate como homenaje a la última gran ausencia. Abrir el grifo de la ducha para que el calor también despierte y poder huir del frío agua despertador. El jabón, la piel, las gotas. El insomnio de la noche anterior que arrastra los párpados y las ojeras. La americana o el vestido. La guerra perdida que contigo tiene el maquillaje.
Recorrer las calles con la música resonando en tus oídos, pintar con los acordes el color de tu humor éste como cada día. Y el ritmo se acelera al compás del ascensor dilatando tus pupilas, abrir la puerta a una espiral que, apasionante o desidiosa, ante todo es voraz.
Como las revoluciones de un motor en continua aceleración, como las revoluciones inconclusas de fines utópicos, tu cuerpo suma y sigue y tu mente se va. Y, una tarde de sábado cualquiera, te sorprendes batiendo tus propios récords de lectura y horizontalidad. Conociéndote como si te trataras de un desconocido o de un viejo amigo del que no volviste a saber años atrás. Hallando pistas nuevas sobre quién eres, pero sobre todo sobre quién no quieres llegar a ser. Jamás.
De pronto sacas de una caja de cartón una vieja lección ya aprendida, demasiado olvidada a manos de la velocidad. Y, una tarde de sábado cualquiera, te descubres con la certeza de que en el camino el alto es necesario para poder continuar. Y en esa parada, más que metódica visceral, miras por fin hacia dentro, respiras, y observas, de una vez por todas, dónde quieres y dónde estás.
El despertar de la mañana y del cuerpo con toque automático y autómata, cambiar el café por mate como homenaje a la última gran ausencia. Abrir el grifo de la ducha para que el calor también despierte y poder huir del frío agua despertador. El jabón, la piel, las gotas. El insomnio de la noche anterior que arrastra los párpados y las ojeras. La americana o el vestido. La guerra perdida que contigo tiene el maquillaje.
Recorrer las calles con la música resonando en tus oídos, pintar con los acordes el color de tu humor éste como cada día. Y el ritmo se acelera al compás del ascensor dilatando tus pupilas, abrir la puerta a una espiral que, apasionante o desidiosa, ante todo es voraz.
Como las revoluciones de un motor en continua aceleración, como las revoluciones inconclusas de fines utópicos, tu cuerpo suma y sigue y tu mente se va. Y, una tarde de sábado cualquiera, te sorprendes batiendo tus propios récords de lectura y horizontalidad. Conociéndote como si te trataras de un desconocido o de un viejo amigo del que no volviste a saber años atrás. Hallando pistas nuevas sobre quién eres, pero sobre todo sobre quién no quieres llegar a ser. Jamás.
De pronto sacas de una caja de cartón una vieja lección ya aprendida, demasiado olvidada a manos de la velocidad. Y, una tarde de sábado cualquiera, te descubres con la certeza de que en el camino el alto es necesario para poder continuar. Y en esa parada, más que metódica visceral, miras por fin hacia dentro, respiras, y observas, de una vez por todas, dónde quieres y dónde estás.
Filadelfia/ Mar 2014 |
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