Más que simples cosas


Bogotá, 14 de diciembre de 2010

Nunca antes había construido un hogar. Los que me conocen saben que no suelo quedarme demasiado tiempo en un lugar, que tiendo a interesarme por otros sitios, otras experiencias…Que busco encontrarme con otras vidas y otras historias para poder contarlas y crecer con ellas. Tal vez sin darme cuenta.

Me crié en un pueblo chiquito, de apenas mil habitantes, donde, pese a la distancia, siempre he procurado mantener mis raíces, mis ganas de volver. Siempre fui muy curiosa, siempre quería ir de un lado a otro para ver qué había tras las fronteras de Villada y mi madre advirtió desde el principio que pronto volaría de casa. A los dieciocho me fui. Mi historia no es estoica, no tuve que fregar escaleras ni trabajar por las noches. Ellos siempre me ayudaron en todo para que yo pudiera continuar subiendo esos pequeños escalones que yo veía en cada examen, en cada trabajo, en cada conferencia y en cada libro, esos escalones que me llevaban hacia el periodismo en el que creía y creo, escalones, por ello, que aún sigo subiendo. Me repetía una y otra vez que sólo se trataba de un paso más, pero que iba en el buen camino por muy pequeño que me pareciese el logro. Hoy, a los veintitrés, ya he vivido en tres ciudades que no eran la mía –o tal vez sí-, en tres naciones distintas, dos continentes. He visitado nueve países que no son España y he ocupado en los últimos cinco años seis residencias diferentes; he aprendido, disfrutado y sufrido en cuatro empresas. No, no me puedo quejar. Ni parar.

Sin embargo, no fue hasta este año cuando tuve que empezar realmente desde cero. Nunca antes había comprado una cama, ni me había preocupado por buscar una batería de cocina antiadherente. Hasta hace poco más de once meses nunca había tenido que preocuparme por las medidas de una nevera o el color de un mostrador, tampoco por combinar el sofá con la decoración ni por la orientación de los colores para ganar energías. Este año aprendí que jamás se debe poner el sillón de espaldas a la puerta y que los sacacorchos no aparecen por arte de magia en el cajón cuando quieres abrir una botella de vino.

Hoy he empezado a deshacerme de mis cosas. Algunas por dinero, otras por cariño o por amor… Algunas, incluso, por caprichos justos del destino. La licuadora que me compré por necesidad colombiana ha hecho hoy su último jugo de maracuyá; cobré la plata por la que se llevarán el televisor donde vi perder a España el primer partido del que sería su primer Mundial como campeón; se llevaron los taburetes donde la gente que ha hecho maravillosa mi vida aquí observaba cómo les servía un ron o terminaba una tortilla de patatas; ya no tengo la mesa donde Muffy ha impreso mil y una veces sus huellas gatunas que más tarde Elsa borraría con una sonrisa…Gran parte de mi armario ya está hueco.

Y es que nunca había experimentado lo que es construir un hogar, llenar los espacios vacíos no sólo de miradas y de risas, también de objetos inertes que forman parte de ti y te identifican. Objetos que, poco a poco, empiezan a cobrar vida porque tú vives la tuya junto a ellos; porque decides sacar una de esas mesas a la terraza para que tus amigos posen sus copas al aire libre mientras charlan, o porque un día añoras a alguien y no puedes dejar de llorar sobre ese almohadón que cuando compraste no sabías que sería tu cómplice en las soledades.

Hoy he empezado a perder parte de mi vida en Colombia: sinceramente, nunca pensé que lloraría por decirle adiós a una mesa.

~ 2 Caminantes: ~

Unknown says:
at: 16 de diciembre de 2010, 22:37 dijo...

Es que esta entrada es brutal, parce, es la cuarta vez que me la leo y me pone la piel de gallina.
Otro abrazo más desde DF.

Raquel Godos says:
at: 16 de diciembre de 2010, 22:39 dijo...

Gracias mi Manu :) Ya no tengo cama...Estoy por escribir otra. Ais!

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Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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