Guerras y adicciones


Washington, 10 de diciembre de 2011

El fogón ya calentaba el café aunque todavía no era medianoche, pero el silencio era lo demasiado intenso como para mandar el miedo al cajón. Las palabras le venían solas, y así se iban, sin dejar rastro, ignorando la posibilidad de llegar a convertirse en ese monstruo experto en eso del contar. Historias.
De repente se levantó del escritorio y se puso a rebuscar entre sus libros en un intento más de explicar, cruzando las fronteras de la literatura, uniendo retazos de novelas que trataran de conformar, entre todas, la vida: esa manta de retales de colores imposible de acabar. Desempolvó el Kundera, y se quedó con un trozo.

“La borró de la fotografía de su vida no porque no la hubiese amado, sino, precisamente porque la quiso. La borró junto con el amor que sintió por ella. La gente grita que quiere crear un futuro mejor, pero eso no es verdad, el futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo.

Los hombres quieren ser dueños del futuro sólo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar al laboratorio en el que se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia”.


Y le dio pena, mucha pena, porque sabía que Milan tenía parte de razón. Pero afortunadamente no se reconoció en las líneas y se juró a sí mismo nunca permitirse esa desgracia. Estaba orgulloso de su pasado, y de su presente, y poco a poco iba lidiando con la tentación de mirar al futuro como un cúmulo de obligaciones e incertidumbres, aprendiendo a relativizar el bien y el mal, el deseo y lo correcto, la tentación y la locura de la discreción.

Y no pudo evitar pensar en las guerras, y en sus tratados de paz, y en la absoluta estupidez que repite la especie humana al caer en la represión del uno mismo o del todos juntos. Y cayó una vez más en ese porqué sin respuesta, tal vez resuelto por las circunstancias de Ortega que, aunque le daban la mano, no terminaban de convencerle. 

Las guerras del alma que nacen sin vocación ni pólvora, casi frías y tan calientes. Con muertos vivientes. Guerras que estallan sin advertencia del enemigo, que no comienzan urdiendo un complot, que amanecen porque un día otra persona amanece precisamente entre tus sábanas, ganando territorio. Guerras en las que de poco sirve tratar de imponer la paz, porque imponer… Ya se sabe, suele dar pocos frutos. Y entonces pensó que tal vez lo más razonable era ver caer las bombas desde el alféizar con la esperanza de que su luz se apagara sin víctimas, y disfrutar así del estruendo:

“Ante un peligro que se avecina dos voces hablan a la vez con fuerza en el alma del hombre: una dice con mucha razón que debe valorar la naturaleza del peligro y la manera de librarse de él; la otra dice aún con mayor razón que es demasiado duro y difícil pensar en el peligro y que además, dado que prever y salvarse del curso de los acontecimientos no está en la mano del hombre, lo mejor es olvidarse del peligro hasta que no se presenta y pensar en las cosas agradables. Estando en soledad la mayor parte de los hombres se entregan a la primera voz, pero al contrario, estando en sociedad, lo hacen a la segunda”, le susurró Tolstoi.

Claro, pensó. A veces la soledad paraliza, nos vuelve más huraños y altivos, adereza la cobardía. Claro, pensó. Es tan difícil saber quién es el soldado más valiente, si el que cruza solo la estepa con su fusil para alejarse del enemigo o el que decide quedarse en la batalla, al calor de las pobladas trincheras. 

El olor a café ya había inundado toda la casa, incluso se le antojaba demasiado intenso. Corrió a la cocina, lo apagó y se sirvió una taza. En aquel sabor hirviente y amargo encontró una pista: quizá todo se resuma en ser un buen adicto a la vida.


En gerundio

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Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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