Washington, 1 de diciembre de 2011
Te acostaste con ese olor a incienso metido en las entrañas. Dudando, como cada noche, de que la historia hubiera sido justa, porque al fin y al cabo ya te despreocupaste hace mucho tiempo de su remota coherencia. No recuerdas qué soñaste, no sabes en absoluto de qué manera te engañó tu subconsciente y te transportó a ese lugar donde realmente quieres estar, y en realidad lo prefieres; las pausas de la vida y sus acelerones te inquietan tanto que maquillas todo con un velo de rutina.
Dejas pasar las horas, lees los periódicos, abres la puerta a las desgracias del mundo para no mirar a tu propio televisor, el que te cuenta las tuyas.
Te levantas, huyendo de ese otro aroma, el de la leche caliente, el de la nata cocida, el del hogar caducado antes de comenzar. Te duchas con la música en silencio, el que te regala a todo volumen, y te vistes mientras sorbes el café. Solo.
Camino del trabajo te das cuenta de que el cinturón está demasiado desgastado por la hebilla, justo en el agujero de siempre. Piensas que llevas demasiado tiempo estando igual de gordo o igual de flaco, y un segundo más tarde recapacitas y te convences de que mejor así, para qué cambiar.
Las naranjas rodaron por la acera cuando al girar la esquina de la biblioteca te diste de bruces con una vieja arrugada y feliz. Te agachaste, te disculpaste, le ayudaste a recoger el estropicio y diez pasos más adelante no te diste cuenta de que ni siquiera le habías mirado a los ojos. Pero no te preocupes, suele pasar.
Te has subido en un tiovivo rodeado de títeres y seguramente no vas a bajar. Disfruta todo lo que puedas del viaje eterno y, si tienes tiempo, entre inercia e inercia, piensa por qué se parecen tanto vouloir y volar.
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