Trampas y correos de medianoche


Washington, 21 de diciembre de 2011

Con el paso de los años iba conociéndose mejor, aunque no del todo. Sabía, por ejemplo, que no le gustaban los martes por la tarde, le parecían el escenario del ecuador ausente de la semana, desde donde aún no se divisa el premio del descanso y la alegría en el horizonte, y desde donde ya no se siente el placer del domingo pasado. Sabía, por ejemplo, que le gustaba el zumo de naranja con mucha pulpa, que casi se pudiese masticar, y que cada vez con más frecuencia rehusaba echarle azúcar al café, tal vez por aquello de saborear como es debido el amargor. O por haberse acostumbrado a él. Sabía que el cuerpo ya no le dolía tanto al madrugar, pero no tenía duda de que caería rendido en una siesta a destiempo que le llevaría, sin remedio, al insomnio más desagradable. Sabía cuáles eran sus propias trampas, y caía en ellas una y otra vez, aunque aún no tenía claro si eso en el fondo le agradaba. Necesitaba tiempo.

Con el paso de los años se había ido dando cuenta de que había dejado de ser de perros, para ser de gatos, y de que se negaba a no seguir buscándoles el tercer pie. Eso era una esencia.

Se había dado cuenta de que quería tener hijos, aunque no sabía con quién, y de que aprender a tocar la guitarra pasados los cuarenta no te convierte en un virtuoso pero te regala cierta virtud.

Con el paso de los años había extinguido las posibilidades de sufrir gratis, se había dado cuenta de que ese lujo solo le corresponde a la juventud, y cruzando cierta edad, a la estupidez humana. Tan común, por otra parte. De eso también se había dado cuenta.

Sabía, por ejemplo, que el whisky solo ya no le resultaba tan dulce,  y que el on the rocks le sabía a poco. Llegó a darse cuenta de que su caos estaba bajo control -salvo por las trampas- y de que la sonrisa es la única llave de todas las puertas. La maestra.

Se conocía, se iba conociendo. Pero nunca pudo siquiera imaginar que aquel día, este, un correo de medianoche le pudiera cambiar la vida. 


“Te esperaré el martes en el café de siempre. A las cinco”.  

Sería la madre de sus hijos, la que una vez, cuando aún no sabía tocar un acorde de guitarra, le hizo sufrir tanto. Y gratis.

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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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