Washington, 11 de marzo de 2012
Tengo 24 años, soy española y tengo un trabajo con el que ni siquiera llegué a soñar porque me parecía inalcanzable. No vivo en la abundancia, ni en un mundo utópico donde los días amanecen pintados de rosa. Pero insisto: tengo 24 años, soy española y soy feliz. Lo soy a 6.000 kilómetros de mi casa y a tres meses de acabar un contrato, lo cual tiñe todo de incertidumbre, pero soy feliz. Y, sobre todo, soy una absoluta privilegiada. Y, sobre todo, me da vergüenza serlo.
Me da vergüenza tener que defender mi alegría en medio de tanto despropósito. Me da vergüenza asomarme a esas cifras pornográficas del paro juvenil al que empiezo a acercarme con sigilo y que confío esquivar con un poco de suerte. Me da vergüenza pensar que formo parte de ese 50% de jóvenes empleados, pero siento auténtico bochorno cuando imagino que pertenezco a un porcentaje ridículo de ellos que se dedican a lo que realmente aman. Me abruma la ceguera de la mayoría, me deja estupefacta la maniobra autodestructiva de esta sociedad falta de miras. Llámenlo si quieren ingenuidad, pero creo que lo que nos está ocurriendo va más allá de lo absurdo, tanto, que nos pone en evidencia. Me da vergüenza asistir en la distancia a la impasibilidad de un pueblo que destruye con alevosía su futuro. Me da vergüenza formar parte de un mundo en el que alcanzar la dignidad es alcanzar un sueño. Mi vergüenza se convierte en rabia cuando me siento una pieza más del sistema, cuando me doy cuenta de que este individualismo que nos ha llevado a la ruina nos hunde aún más en el hoyo.
Me sonrojo al pensar que nadie va a mirar por nadie, que somos víctimas de nosotros mismos –o de quien nos hicieron ser-, que haber nacido más tarde de 1975 en vez de una suerte de juventud es casi una desgracia.
No me avergüenzo de mi generación, me avergüenzo de los que pretenden hundirla o de los que callados dejan, impertérritos, que se hunda. Pertenezcan a ella o no. Y lo peor de todo es que no tengo tiempo para avergonzarme, ninguno de nosotros lo tenemos. Ni siquiera tenemos ese derecho porque todos nuestros esfuerzos deben estar puestos en salvarnos. Y todos nuestros sentidos también.
Me avergüenza esta irresponsabilidad cancerígena. Me avergüenza, profundamente, que este mundo me haya convertido en heroína.
Me da vergüenza tener que defender mi alegría en medio de tanto despropósito. Me da vergüenza asomarme a esas cifras pornográficas del paro juvenil al que empiezo a acercarme con sigilo y que confío esquivar con un poco de suerte. Me da vergüenza pensar que formo parte de ese 50% de jóvenes empleados, pero siento auténtico bochorno cuando imagino que pertenezco a un porcentaje ridículo de ellos que se dedican a lo que realmente aman. Me abruma la ceguera de la mayoría, me deja estupefacta la maniobra autodestructiva de esta sociedad falta de miras. Llámenlo si quieren ingenuidad, pero creo que lo que nos está ocurriendo va más allá de lo absurdo, tanto, que nos pone en evidencia. Me da vergüenza asistir en la distancia a la impasibilidad de un pueblo que destruye con alevosía su futuro. Me da vergüenza formar parte de un mundo en el que alcanzar la dignidad es alcanzar un sueño. Mi vergüenza se convierte en rabia cuando me siento una pieza más del sistema, cuando me doy cuenta de que este individualismo que nos ha llevado a la ruina nos hunde aún más en el hoyo.
Me sonrojo al pensar que nadie va a mirar por nadie, que somos víctimas de nosotros mismos –o de quien nos hicieron ser-, que haber nacido más tarde de 1975 en vez de una suerte de juventud es casi una desgracia.
No me avergüenzo de mi generación, me avergüenzo de los que pretenden hundirla o de los que callados dejan, impertérritos, que se hunda. Pertenezcan a ella o no. Y lo peor de todo es que no tengo tiempo para avergonzarme, ninguno de nosotros lo tenemos. Ni siquiera tenemos ese derecho porque todos nuestros esfuerzos deben estar puestos en salvarnos. Y todos nuestros sentidos también.
Me avergüenza esta irresponsabilidad cancerígena. Me avergüenza, profundamente, que este mundo me haya convertido en heroína.
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