Musos


Washington, 7 de abril de 2015

Los domingos por la tarde solían venir todos a mí, aunque fuera sábado por la noche. Llamaban a la puerta, golpeaban los cristales de la ventana del cuarto, me increpaban en un cuarto párrafo del quincuagésimo capítulo para que dejase todo lo que tenía entre manos, y ese libro, y no me dejaban descansar. Tenían la desfachatez de invitarme a una copa que no podía rechazar. Eran seres brillantes y oscuros, eran ese tipo de humanos capaces de todo y de nada, domadores de marionetas con forma de palabras y hacedores de risas interminables cuando se agotaban las reflexiones profundas así, en fácil. Eran y lo son. Maestros del cóctel de fresas sabias y chupitos de aguardiente. Creadores de magia inimaginable, compañeros.

La Real Academia de la Lengua no acepta la palabra “musos”, y lo son todo en mi universo. Será que sólo existís aquí, conmigo. Cuando os invoco sin pensarlo. Cuando os extraño sin pretenderlo. Cuando os requiero en silencio. Cuando os necesito y, sin ser llamados, aparecéis. Y os agradezco. La reivindicación masculina de mi única inspiración. La reivindicación de mis andrógenas y feministas estrellas polares.

Chincoteague/ Jun 2014



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Cosas del exilio


Cosas del exilio

Washington, 6 de marzo de 2015

Vivir a miles de kilómetros del centro de tu universo o del que siempre lo fue puede ser, no nos engañemos, una decisión voluntaria plagada de legitimidad e ilusión, aunque también, sigamos siendo sinceros, puede ser una huída hacia delante, un no hay más remedio, una llegada a la superficie al conceder que, por mucho oxígeno que te falte ahí abajo, no van a salirte branquias. Hay exilios adictivos, sobre todo en esta profesión que algunos hemos escogido, gente que echa a volar y, entre migración y migración norte-sur, un día descubre que se le ha olvidado otra forma de respirar. Poner chinchetas en el mapa se transforma en una suerte de alimento de tu dieta básica, un alimento, además, insustituible. No es casualidad; la partida, ya sea voluntaria u obligada tiene siempre algo de rechazo sobre el origen, puede ser una sensación visceral o simplemente un pequeño sarpullido, pero el hecho es que prefieres irte. En la mochila siempre, siempre, hay una dosis de miedo, más grande o más pequeña,  pero miedo, y a su lado, en uno de esos bolsillos auxiliares, una miniatura de un abismo al que te asomas en cuanto aparecen las dudas. Hay quien lo llama vértigo. Tal vez esa sea la parte más atractiva, como al que le gustan los deportes de riesgo, la adrenalina fluye por tu cuerpo sin poder evitarlo y enfrentarte a la escalada o al vacío no puede ser más apasionante.



Luego, redundando, el tiempo pasa. Paladeas los aprendizajes de saberte extranjero y sientes cómo la espalda duele y crecen las alas, compruebas en tu propia piel que el nombre del país escrito en tu pasaporte importa más de lo que tú pensabas y que tu acento, hables el idioma que hables, es una carta, siempre, de presentación. Experimentas en primera persona cómo hay lugares en los que ser de aquí o de allá resulta un honor o una auténtica lacra, deseas que todos esos indeseables racistas con los que compartes patria vivan alguna vez en sus propias carnes la indescriptible sensación que provoca sentirse odiado sólo, e inevitablemente, por ser diferente. Pasa el tiempo, y ya no, no eres al menos nunca más aquella persona que tomó su primer vuelo transoceánico, tienes mil millones más de aristas, rincones, matices, caras y con ellas, contradicciones. Tu esencia, la que esperaba contigo aquel día en la sala de abordaje, sigue ahí a tu lado, escondida tras un nuevo bosque de experiencias, heridas y cicatrices, sonrisas, victorias y desfallecimientos. Te acostumbras a tu selva llena de riqueza, la de tantas lianas  y tanto forraje, y con el paso, otra vez del tiempo, te das cuenta de que no puedes más, de que estar aquí y ser de allá es demasiado, de que no puedes hacer otra cosa que ir soltando lastre, regalar libros, aligerar el equipaje. Y es que la gran dificultad radica en cómo y qué salvar del olvido, ser capaz de discernir con suma precisión qué puede ser sacrificado y qué no, tener siempre en la cabeza la palabra volver bajo un supremo equilibrio que evite que la nostalgia te pinte en gris y que, a la vez, la memoria no te juegue la mala pasada de eliminar de sus archivos cómo llegar a casa. Pocas cosas me aterrorizan más que olvidarme del metro de Madrid.

Washington/ Marzo 2015

De inmediato


De inmediato

Washington, 3 de marzo de 2015

¿Será que todo lo inmediato es efímero y que solo el tesón es llamado a perdurar? La vertiginosidad con la que desaparecen las letras que se escriben deprisa, la permanencia de las palabras que se piensan despacio; la perdurabilidad en el paladar de un plato cocinado a fuego lento, la indiferencia  de la comida para llevar. La fortaleza de una mesa de roble tallada y el rasguño inevitable de cualquier mueble industrial. No puedo evitar pensar que nada llega para quedarse si el camino no fue lo suficientemente largo como para desear, y qué vértigo esta cosa del milenio, tan nuestra, de fabricar, usar y tirar. No, no hay remordimiento alguno en la siguiente fase: pulse el botón de olvidar. Debe ser esta droga tan dura que nos están dando, de quererlo todo ahora. Ya. Qué miedo mirar al futuro,  no deben quedar ni libros para acariciar…


Washington, jul 2014

Ni chulos ni canallas


Ni chulos ni canallas


Washington, 18 de febrero de 2015

Que no, que no eran los chulos ni los canallas ni los altivos, tampoco se trataba de los misteriosos, los (que se hacían los) interesantes o los eternamente presumidos, ni los de hombros caídos pero barbilla en alza. No eran ni altos ni (muy) bajos, llegaron alguna vez a ser rubios cuando pensó siempre que serían morenos y aunque las barbas fueron históricamente su debilidad,  hasta el que fue (pero no será) el amor de su vida se afeitaba (religiosamente) todos los (santos) días. Que no, que no. No tenía nada que ver con el coeficiente intelectual (bueno, un poquito) ni el peso del bolsillo (qué estupidez), hasta descartó, sin darse cuenta, aquella idea romántica de que supieran tocar tres acordes con la guitarra y en la estantería tuvieran antologías de Hernández, Pizarnik o Whitman, que no, que no, y mira que le había costado darse cuenta, pero es que nada que ver con la atracción por lo difícil ni la magia de lo imposible, estaba absolutamente lejos de cualquier musculatura requerida (salvo en el oído y el paladar) y aunque en su día le llegara a parecer imposible, incluso salió con un (¡Oh dios mío!) economista. Que no, que no, que ni barras bravas ni locos por el ajedrez, ni adictos al whiskey ni dados a la ginebra. Que daba igual si odiaban las recetas de su madre y le importaba una mierda si (como no podía ser de otra manera) a estas alturas de la vida venían ya con tara o estaban completamente tarados. Lo mismo le daban camisas lisas que jerseys de cuadros, hasta podía pasar por alto un pantalón de pinzas con unos náuticos. Que no, que no, que la vida se había encargado de desmontar en su cara y con una insolente insistencia casi todo aquello que creía saber sobre sí misma, sus pasiones y sus hombres. Que no, que no… que la vida se había encargado de abofetearla una y otra vez con sus propios prejucios, que no, que no. Que estaba claro, que sólo podía enamorarse de hombres a los que les lloviera, siempre e irremediablemente, por dentro.


Washington/ Julio 2014

Mi mujer del futuro


Mi mujer del futuro

Washington, 10 de febrero de 2015

Me pidió fuego y yo no llevaba encima. Pero sí la he llevado a ella desde entonces, cuando nos cruzamos en silencio en aquella parada de autobús, hace ahora cerca de ocho años. A ella y a su símbolo, y a su enigma. Probablemente un martes, a mediodía.

Ella me sabía extranjera, mis facciones duras, el espesor de mi pelo, mi inseguridad incontrolable e incuestionable por equivocarme de dirección y acabar, como la noche anterior, perdida en las afueras. Mi primer hogar lejos de mi hogar en una lengua dura, con mil vocales, y que no entendía.

Su pelo claro, y sus ojos azules... Sus arrugas finas pero profundas que delineaban su rostro desde el final de los ojos hasta el comienzo de la sonrisa. Las millones de ellas que habría dibujado durante su vida para dejar en su cara el camino bien marcado. Una elegía.

Yo apenas había cumplido veinte, y al principio, ingenua de mí, le eché cerca de ochenta; su voz quebrada y las manos temblorosas me despistaron antes de atreverme a cruzar con su mirada viva. En el intercambio de silencios por incomprensiones preconcebidas me ayudaban la inocencia y las ganas del viaje, la ignorancia, que si te descuidas, se vuelve altiva: sentía estar visitando el futuro de una suerte de civilización desconocida encarnada en aquella mujer ajada y joven, arañada pero llena de vida.

Yo no lo me lo explicaba. En la España de los dosmiles las mujeres no fumaban a sus (aparentes) ochenta, ni vestían vaqueros ni zapatillas. Ni mucho menos, y sobre todo, hablaban inglés fluido en una ciudad de 300.000, gris, apartada y fría. 

La espera se me pasó volando mientras imaginaba su pasado fascinante. Me despedí con un gesto torcido, lenvantando la cabeza, intentando transmitir un pudoroso "lo siento" y cierta admiración por todas esas azañas que tan sólo suponía. Porque como en tantas otras, mi timidez había ganado la batalla y me quedé con mil millones de preguntas por hacer sobre secretos de alcoba, noches desenfrenadas y viajes de autoestopista.

Cuando subí a mi autobús, el que que debía, y procesé el momento compartido con aquella señora mayor de juventud indiscutible, decidí guardarla para siempre en mi memoria como esa mujer mediterránea del futuro que no era más que una danesa cualquiera, de aquel hoy, errante y libre.

Washington, Abril 2014

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Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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