Villada, 26 de septiembre de 2009
Acaricio superficies distintas, tal vez más conocidas por mis dedos que ninguna otra, camino sobre las palabras acompañada del silencio y de la soledad tan confortable del olor a carbón, a calidez, del olor a pelo de niño y a humo de tabaco más que familiar.
Abrazos, todos los del mundo, y risas, muchas risas. El cuerpo dolorido tras moverlo demasiado entre alcohol y recuerdos de lo que una vez fuimos, sonriendo con las esperanzas y las ilusiones de lo que tal vez seremos. De lo que seremos porque queremos serlo.
Tantas mañanas, tantas tardes, tantas noches compartidas que un día el destino decidió ningunear para mostrarnos otros caminos. Periodos de sufrimiento, de miradas grises, de ausencia de voces y compañías que un fin de año se firmaron con un perdón demasiado tardío.
Sin embargo aquellos años no se borran pese al pisoteo del tiempo posterior. No fueron los mejores, pero fueron los primeros, y de nada sirve ignorarlos porque forman parte del yo. Del tú. Del nosotros.
Paladeo la deliciosa sensación de colocar una pieza del puzzle y admiro con avidez sana los huecos que me quedan.
Me siento aterrizar tras turbulencias demasiado desagradables. Un golpe de realidad algodonada me ha recordado quién soy y gracias a quién. Caminaré a Macondo con mi alma solitaria compuesta por una multitud. Me llevaré todas las caricias, las palabras, las miradas y los abrazos que me han sido regalados y haré de ellos un tesoro maldito que nadie podrá robar.
Esta tarde, desde mis orígenes, prometo no volver a olvidarme.
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