Asesinados de primera


Bogotá, 6 de noviembre de 2010

Entre el 6 y 7 de noviembre de 1985 treinta y cinco guerrilleros del M-19 tomaron el Palacio de Justicia de Bogotá donde retuvieron durante 28 horas a 350 personas. Hoy, veinticinco años después, aún no se conoce la cifra exacta de las personas que murieron durante la “Toma del Palacio”, que fue “contrarrestada” con tanques y metralletas del el ejército. El edificio terminó envuelto en llamas, 54 cuerpos fueron devueltos a sus familias, otros catorce terminaron en una fosa común y se reclaman once desaparecidos cuyo paradero sigue siendo una incógnita.

Incendio del Palacio de Justicia
El pasado jueves asistí a un homenaje, encabezado por el presidente Santos, en conmemoración de esas once personas a las que nadie encontró en veinticinco años. Un homenaje al que también asistió el representante de la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de la ONU en Colombia y otros altos cargos del país (algunos de ellos consejeros gubernamentales con cierto expediente siniestro, pero consejeros al fin y al cabo).

Los entresijos y las consecuencias de aquel episodio, aquí denominado “Holocausto”, son complejos de asumir y analizar por alguien como yo al que la noticia le llega con cuarto de siglo de retraso, pero con todo ese desconocimiento a cuestas, que tal vez me exculpe por las siguientes líneas, no puedo evitar sentirme indignada.

Sitiados
Evidentemente aquella tragedia fue exactamente eso, una tragedia. El intento de reventar el poder judicial por parte de grupos armados y la respuesta desproporcionada de los militares “legales” dejó tras de sí una auténtica masacre, algo irreparable que además tuvo un impacto social muy elevado dado el simbolismo de los acontecimientos y de los objetivos, de lo ruidoso y traumático del devenir de las horas en pleno centro de la capital.

Aún así, y vaya todo eso por delante, tengo que expresar de algún modo el rechazo que me produjo asistir a aquel acto. No porque no me llevara una buena experiencia profesional ni porque no aprendiera un poco más de este país y sus desgracias, sino porque mientras escuchaba las palabras de presidentes, delegados y familiares de víctimas sólo podía pensar en los más de 50.000 desaparecidos anónimos –no hay cifras exactas- que aún yacen en las veredas y cunetas a lo largo y ancho del país y por los que jamás se encenderá una llama eterna.

Ya, ya sé que eso pasa en todas partes. Que siempre ha habido víctimas de primera y de segunda, pero qué quieren que les diga, me revuelve las tripas. Colombia es un país en conflicto que ya está acometiendo algunos esfuerzos –impulsados siempre por la Comunidad Internacional, no se engañen- para recuperar los cadáveres de las decenas de miles de personas que han muerto sin saber muy bien por qué. Pero he ahí la paradoja. Mientras unos son encontrados, exhumados, identificados por forenses, entregados a sus familias y vueltos a enterrar, otros tantos siguen muriendo. Otros muchos.

¿A cuántos se les estaría arrebatando la vida durante aquel homenaje? ¿Cuántos asesinados aún permanecerían en ese instante en un lugar remoto y desconocido? Ni la imaginación tiene respuestas… Claro que ellos no tuvieron la “suerte” de morir cerca de una cámara de televisión.






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Raquel Godos
Escribo casi por necesidad aunque muchas veces nada de lo que escribo tiene sentido. Este Camino hacia Macondo es mi particular sendero hacia ninguna parte. Hacia mi lugar.
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